Atando Cabitos por Miguel Caballero
Tarde —como es costumbre—, llegué a Gambito de Dama (The Queen’s Gambit; Netflix, 2020) pocos días atrás, mismos que fueron suficientes para arrepentirme de no haber conocido con anterioridad a Elizabeth Harmon y su fascinante aventura por convertirse en la mejor ajedrecista del mundo, de los años sesenta.
La historia de Beth Harmon (Anya-Josephine Taylor-Joy) comienza con su llegada a un orfanato, lugar donde además de hacerse adicta a los tranquilizantes (método con el que acostumbraban en aquella época a mantener tranquilas a las niñas), conoce a Jolene (una chica más grande que ella, quien termina fungiendo como su protectora) y William Shaibel (el conserje de la residencia infantil, su primer maestro en el ajedrez).
Años después, tras ser adoptada por un matrimonio en ruinas y sin más experiencia que la aprendida con aquel entrañable mentor, Beth comienza a disputar —y ganar— torneos nacionales e internacionales, a la par de explorar una vida cada vez más vacía, producto de la fama y su adicción a las pastillas y al alcohol.
En la recta final de la trama, previo a su ansiado duelo en la intimidante Rusia contra el gran campeón y anfitrión, Vasily Borgov, Beth está al borde de la ruina. Sin embargo, logra cumplir su sueño tras recibir la ayuda de Jolene, con quien se reencuentra años después y quien le confiesa que ha sido su inspiración, pues ha seguido sus éxitos desde el orfanato:
«Por un tiempo, yo fui todo lo que tenías. Y por un tiempo tú fuiste todo lo que tenía. No éramos huérfanas. No si nos teníamos la una a la otra».
El cuento viene a cuento porque durante el partido ante Santos, donde la Franja estuvo a pocos minutos de lograr un triunfo importantísimo, me percaté que, a últimas fechas, son cada vez menos las ganas de adquirir un comportamiento irracional —ya sea frente al televisor o en el estadio— en cada partido de mi Puebla.
Lejos, lejísimos estoy de pretender canonizar una regla o forma de conducta en algún aficionado poblano. En primera, porque imaginar que puedo influir en alguien sería de una vanidad insoportable e inexplicable; y en segunda, porque entendí que la mejor manera de mantener reservados los rituales propios es no inmiscuyéndose en los ajenos.
Al final, más allá de un ejercicio catártico —el cual agradezco me permita ser publicado—, expongo esto porque de eso se trata escribir sobre lo que a uno le importa, duele y ama: de exhibirse, de sentirse vulnerable y, sobre todo, que no importe un carajo lo demás, incluyendo la opinión ajena o si hoy, mañana (o lo que nos dure el gusto) juega fulano, dirige mengano o se larga y nos manda callar zutano.
Que cuando llegue el ansiado día, a ese escudito con una franja azul dentro le pueda decir ‘a los ojos’ que un día yo fui todo lo que tenía; que él fue todo lo que yo tenía; que no éramos huérfanos, no si nos tenemos el uno al otro. Jaque mate.
Nos leemos la siguiente semana. Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.
Por: Miguel Caballero