La columna de Alejandro Páez Varela
La incorporación de Javier Lozano a la estrategia de defensa de Francisco García Cabeza de Vaca llamó fuertemente la atención la semana pasada. Señalado él mismo anteriormente por presuntos vínculos con el crimen organizado en varios episodios, el Secretario del Trabajo con Felipe Calderón no tiene una buena reputación entre panistas y priistas –a los que ha servido–, pero tampoco entre una parte del empresariado. Apenas un puñado de radicales y políticos desesperados han contratado sus servicios. Los últimos dos fueron José Antonio Meade y Gustavo de Hoyos. El primero le bajó el perfil conforme avanzó la campaña y el segundo no llegó siquiera a ratificarlo: la presión interna en Coparmex lo obligó a bajarlo cuando no había estrenado oficina. Meade y De Hoyos evaluaron que Lozano salía caro. Y algo así le puede suceder al Gobernador de Tamaulipas en un momento tan delicado.
Lozano es el perro que va por todos los pedazos de bofe que le lanzan por encima de la cerca; una de tantos, dice la metáfora, le saldrá envenenado. El problema con su acercamiento a García Cabeza de Vaca es que, con rabia y sin lazo, morderá incluso al que le tienda la mano. De Hoyos lo aprendió tarde: ya no hallaba cómo salir del apuro de haberlo contratado. Meade se habría arrepentido de recurrir a él después de aquello de que los rusos financiaban a Andrés Manuel López Obrador: la acusación se transformó en burla; y la burla, en una elección, no es necesariamente miel para atraer votantes.
Pero este no es un texto sobre Javier Lozano. Apenas la semana pasada revisé su cuenta de Twitter; creo que nunca antes lo había hecho. Me sirvió para confirmar algo de lo que hablo ahora, pero también de lo que escribía la semana pasada: que a falta de un discurso coherente y de líderes solventes, la oposición recurre a las palabras incendiarias; a la ofensa sobre la inteligencia para enfrentar al movimiento lopezobradorista. Como García Cabeza de Vaca con Lozano, la idea es defenderse del que está arriba con escupitajos. Pero los escupitajos también se someten a la Ley de gravitación universal.
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“Las urnas dejarán clara también la proyección de una oposición que por el momento aparece desdibujada ante la constante presencia del presidente y su partido, Morena, en todos los debates. […] La fórmula de coalición opositora Va por México, presentada las pasadas Navidades con el propósito de ‘rescatar’ al país, se ha quedado de momento en un cartel electoral con previsiones inciertas”, escribe Francesco Manetto en El País ayer, en un texto titulado: “La desarticulación de la oposición deja vía libre a Morena con vistas a las elecciones de junio”. Sí. Pero Manetto se queda corto.
Los líderes de Va por México son, en este orden, un empresario con la bolsa repleta pero con una larga cola: Claudio X. González; luego está Marko Cortés, demasiado pequeño para el reto y la misma descripción le cabe a los que le siguen: Alito Moreno, Jesús Zambrano. En el bando opositor quedan tres más, que están pero no están; es decir, que no son parte formal de la alianza aunque intentan operar como arietes: Diego Fernández de Cevallos, Ricardo Anaya y el mismo Felipe Calderón. Y quizás Vicente Fox. Hacen ruido pero no hacen campaña. Hacen ruido pero no acarrean votos. Les persigue implacable la sombra de ser quienes son. Líderes con expedientes nunca cerrados, buenos para escupir también para arriba y hábiles para quitarse cuando el escupitajo va cayendo. Y alguien de entre ellos, de más abajo, termina embarrado.
Va por México resulta, así, un caldero de muchos huesos viejos y pocos bistecs mal cocidos; líderes de mala reputación y peores resultados, y un puñado de nuevos rostros que se pierde en una alianza sin ideología y sin agenda; con personajes reciclados que ocupan los primeros lugares en las listas plurinominales. No pueden hablar de corrupción sin pisarse entre ellos; no pueden ofrecer seguridad porque son los autores de la violencia que sangra México. No pueden hablar de crecimiento sin asumirse culpables de salarios de hambre, deuda y reparto de bienes nacionales. No representan un cambio sino un regreso a lo que fueron. Y lo que fueron es lo que llevó al país a un cambio en 2018.
Quizás, es cosa de esperar unos meses, Va por México resultará en el peor experimento político en décadas. Parecía buena idea fusionarse todos de cara al electorado en un frente contra López Obrador. Pero la fusión no explica por qué un panista recalcitrante debe ir con su archienemigo: el PRI. Los posibles votantes han sido tratados como tiliches: junto los míos con los tuyos y así llenamos un camión, no importa a dónde vaya. Pero no son tiliches sino gente que busca ir a alguna parte, que quiere ir hacia algún lado. El destino no fue razonado en esa alianza. Sólo se preocuparon por llenar el camión y echarse a andar para ver a dónde llega sin chofer en la cabina y con el acelerador hundido, por la fuerza, con un palo.
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Este no es un texto sobre Javier Lozano, pero su ejemplo sirve para explicar a la oposición. Demasiadas tripas y poco cerebro. Tripas que son tripas: cargan dentro lo que cargan. Muy pronto García Cabeza de Vaca se lamentará en sostenerlo porque alejará a otros. Porque el perro maleducado no se muerde a sí mismo porque le duele, pero acabará hasta con el jardín del amo. Lo que cualquier estrategia requiere es un brazo poderoso que la conduzca. O no es estrategia. No hay nada más peligroso para uno mismo que encender una sierra eléctrica y dejarla en el suelo: cortará todas las piernas a su alcance y, claro, empezando con las que están cercanas.
Este no es un texto sobre aquél tipo de poca monta, pero permite explicar lo que está pasando: la rabia y la desesperación alienta a Va por México; su adversario, sin embargo, ya tuvo suficiente de eso y aprendió a lidiarlo. En 2006, estos mismos se lanzaron en su contra pero no lo acabaron. En cambio le enseñaron cómo sortearlos. La alianza puede resultar en escupitajos al cielo. Pero los escupitajos –permítaseme repetirlo– también se someten a la Ley de gravitación universal.