La vida no vale nada

La vida no vale nada
 Fabián Robles
La Fuente

La Fuente por Fabián Robles Medrano 

Entre una mezcla de estupor, indignación e impotencia, miro una y otra vez el video en el que uno de los mal llamados “siervos de la nación” niega la vacuna a un adulto mayor sólo porque su credencial de elector está vencida. La escena: hace unos días en Apizaco, Tlaxcala.

Cuán robot, el sujeto embozado que porta chaleco del “Bienestar” (sic), se muestra indolente. No se conduele de la súplica para que el biológico contra el Covid-19 sea aplicado a una persona, cuya vida pende de ello por lo avanzado de su edad.

Lo más que atina a decir el hombre de marras es que la exigencia de la credencial de elector “es un requisito (…) si está vencida, no lo podemos atender”.

Recuerdo que tener la mica vigente es un requisito para votar, incluso hasta para algún trámite bancario, pero para vacunarse…

Se trata, sin duda alguna, de un acto inhumano per se.

Entiendo que se debe tener un control del inmunológico y a quién se aplica. Albricias por ello.

Pero no puedo –no debo- olvidar ni pasar por alto que hace unos días, allá en la jornada de vacunación llevada a cabo en Santa Ana Nopalucan, llegó sin desdoro alguno a recibir su respectiva dosis ni más ni menos que el autonombrado güerito de rancho: Alfonso Sánchez Anaya.

Sí, el expriista, el exgobernador perredista quien hoy cobra en la Secretaría de Gobernación como titular de la Unidad de Administración y Finanzas.

A él, y otro grupo conformado por sus más íntimos –versiones periodísticas apuntan a que también la favorecida fue su consorte Mari Carmen Ramírez- se les vacunó sin presentar credencial de elector y sin hacer fila ni esperar su turno por horas en medio del frío, cansancio y sol.

Dicen que fue una escena muy similar a la de Fox y el comandante Castro cuando aquél “comes y te vas”. Ellos llegaron, se vacunaron y se fueron.

Frescas en la memoria también están las imágenes de un hombre que, entre sus brazos, carga a su progenitora para llevarla a esperar su turno de vacunación, allá en Piedras Negras, Coahuila. O de aquellos otros adultos mayores de tantas partes que llegan en sillas de ruedas, apoyados en un bastón, alentados por una esperanza de vida, pero sin el cobijo del poder ni de las influencias.

Pero sobre todo, aún están abiertas las heridas del alma y de la mente por tantos familiares cercanísimos, amigos y conocidos a quienes he visto morir a manos de esta maldita pandemia.

Muchos de ellos –ya no sé cuántos- tuvieron agonías inenarrables, en medio de una absoluta y dolorosa soledad de los hospitales. Otros se fueron así de pronto -como un suspiro- y ni siquiera pudieron llegar a ser atendidos por médicos en pos de “un milagro” de la ciencia.

Pienso también en las personas que vivieron un calvario cuando el virus los atacó, pero afortunadamente se salvaron. Varios de quienes conozco todavía siguen en una recuperación larga y ya presentan secuelas –cuán tatuajes- que tal vez les duren para los restos.

Recuerdo el peregrinar una noche –larga y fría- del año pasado que a mi tía no la quisieron recibir en ningún hospital, ni público ni privado, pese a la gravedad mostrada.

Horas después, casi al despuntar el alba, mis primos regresaron con ella a su casa derrotados y resignados a seguir un tratamiento que días previos había recetado un médico.

Mientras ellos sufrían esa angustia de andar de acá para allá con mi tía, en la cama de un hospital fallecía su hijo –joven y trabajador- que dejó en la orfandad a dos pequeñitas. En otro nosocomio, su otro hijo y su esposo, luchaban contra el Covid. Ellos se salvaron y aquí siguen.

En mi andar de periodista siempre he tratado de no hablar de cuestiones familiares ni personales como algo público, pero en este caso lo hago -ofrezco una disculpa- para que podamos entender y comprender por qué genera tanta rabia el saber que a unos pocos (Sánchez Anaya y los suyos) se les dan todas las facilidades para vacunarse y a otros se les niega la posibilidad sólo por no tener vigente un maldito plástico con fotografía.

Ser poderoso e influyente, y no ser nadie más que un simple ciudadano, puede ahora mismo marcar la diferencia entre la vida y la muerte, entre recibir una vacuna y no tenerla. Así de crudo, pero real. Tan alto el precio de una credencial, tan bajo el costo de una vida.

Lo deseable es que los encargados del programa de vacunación sean empáticos con sus congéneres, que se conduelan y dejen de pedir “como requisito” una credencial de elector vigente a cambio de una vacuna.

¿Es mucho pedir?

POSDATA PARA EL ANECDOTARIO:

A propósito de Alfonso Sánchez Anaya. Él, gobernador perredista; yo –otra vez disculpas por hablar en primera persona- reportero y jefe de información de La Jornada de Oriente Tlaxcala.

Corría 2003. La entonces secretaria de Salud del gobierno perredista, Vita Norma Libreros Bango se vio envuelta en un gran problema por el hallazgo de cientos de miles de medicamentos caducos.

El periódico documentó por su parte un escándalo mayúsculo: el fallecimiento de seis recién nacidos, víctimas de un brote de klebsiella en el área de cuneros del Hospital Regional de Tzompantepec.

En medio del caos, por demás enojado, un día Sánchez Anaya llamó por teléfono a mi jefe: me acusaba de orquestar una campaña en contra de su gobierno y de su secretaria de Salud. Nada más falso.

Ante mi jefe presenté un legajo de pruebas de la información publicada sobre el brote de klebsiella.

Mi jefe no me despidió. Días después, tras comparecer ante diputados locales, Libreros Bango solicitó licencia al cargo…y nunca regresó.

 

@farotlax