Palabras clave: machismo, tierra, campesino, tenencia, misoginia, agrarismo.
Uno de los temas más socorridos en los discursos oficiales en la política posterior a la Revolución Mexicana, es el agrario. Cuando hablamos del agro y de quien lo trabaja, el campesinado, invariablemente nos viene a la cabeza la imagen de un campesino, es decir, de un hombre. De igual manera, cuando pensamos en la lucha agraria, es innegable la presencia de Emiliano Zapata, entrañable líder campesino que, como es común resaltar, emprendió su revolución desde el sur para defender la tenencia de la tierra para todos, en especial para los campesinos que la trabajaban y protegerla y protegerles, de los abusos de hacendados gandallas con raíces coloniales y descarados negocios -y, en no pocos casos, parentesco- con el poder. La lucha se dio contra estos terratenientes y contra las elites políticas que los cobijaban desde Palacio Nacional, empezando por Don Porfirio y, continuando por jueces, magistrados y los grupos encargados de administrar la justicia. Como sea, en la historia de tal conflagración, como del tema agrario en general, se privilegia la imagen masculina. Como bien señala Armando Bartra en su editorial para el número más reciente de La Jornada del Campo (18 de enero de 2025), las “leyes agrarias mexicanas las hicieron los hombres pensando en los hombres. Las mujeres no están incluidas como no lo estuvieron tampoco en el reparto de tierras que de estas leyes derivó. Emiliano Zapata y Otilio Montaño eran varones, como lo era Venustiano Carranza y lo eran todos los constituyentes que se reunieron en Querétaro. Y no negaban la cruz de su parroquia. Así, ni el Plan de Ayala ni la Ley del 6 de enero de 1915 ni la iniciativa que se discutió en el congreso constituyente ni el artículo 27 constitucional que ahí se suscribió incluyen a las campesinas”. En efecto, como lo testimonian declaraciones de mujeres campesinas en su editorial, la tierra es de los hombres, ellos la heredan y ellos la pueden comprar. En resumidas cuentas, la tierra, su tenencia y su manejo, ha sido históricamente de los hombres y, pese a numerosas reformas, lo sigue siendo en su mayoría.
Hace unas columnas hablé de aquellos trabajos que están “destinados” para hombres y de los cuales las mujeres se encuentran excluidas, no porque no puedan realizarlos, sino por simple discriminación macha. El trabajo de la tierra es uno de ellos. No obstante, es negar algo que en muchos lugares es obvio: las mujeres trabajan la tierra y sus derivados sin ningún problema, sea por voluntad propia o porque deben hacerlo por viudez o por falta de su marido que ha migrado o se desentendió de la familia o lo desapareció el crimen organizado. Por supuesto, raro es el reconocimiento del asunto. En su editorial, Bartra hace un breve pero sustancioso recuento de las reformas agrarias que se han sucedido en México y qué papel han tenido las mujeres campesinas tanto en la formulación y promoción de dichas reformas, como de su aplicación. Por supuesto, el género femenino, pese a los loables esfuerzos de muchas mujeres, sigue teniendo una historia discreta. A este respecto, nos comenta que hoy “hay en México 32 mil núcleos agrarios ejidales y comunales con 5.6 millones de titulares 80% de los cuales son varones y solo 20% mujeres. Mujeres que por lo general tienen más de 50 años pues lograron sus derechos agrarios en etapas avanzadas de su vida sea por viudez o por ausencia de los maridos. Es decir que ellas solo llegan a ser ejidatarias, comuneras o posesionarias cuando los hombres se mueren o se van. Una vergüenza”. Cierto, una maldita vergüenza.
Finaliza su editorial dando cuenta de la reunión que sostuvo recientemente nuestra Presidenta Claudia Sheinbaum en Chinameca, Morelos, con campesinos y campesinas donde firmó el Acuerdo Nacional del Campo y, en uno de sus puntos se encuentra el compromiso de apoyar a que más de 150 mil mujeres sean reconocidas como titulares de derechos agrarios. Lo anterior no sólo implica el reconocimiento del protagonismo de las mujeres en la historia del agrarismo en nuestro país, sino que implica que se respeten sus derechos a poseer tierras. Claro, habrá que ver qué tanto jueces y juezas machistas cumplen al final con lo acordado y no refrendan el privilegio de los varones por sobre las mujeres. Como bien dice Bartra, se trata de “eliminar el sesgo patriarcal en el agrarismo mexicano”, tan usado y llevado por políticos de cualquier corriente ideológica, partido político o camarilla local en sus discursos. Claro, dice que también hay que “corregir una falla histórica” con lo cual concuerdo plenamente. Desde las academias se han dado injusticias horribles, invisibilizando tajantemente el papel de las mujeres en la Revolución Mexicana y en el agrarismo mexicano. Ello responde claramente al machismo de investigadoras e investigadores que guía dónde habrán de poner el ojo para investigar y qué se habrá de decir sobre el tema, pretextando en ocasiones la falta de archivos, pero deliberadamente dejando fuera el papel femenino en estos temas. Y sí, de que hay académicos machistas dizque especialistas en la Revolución, me consta pues conozco a varios. Academia, políticos, legisladores, líderes agrarios, familiares y amigos de las campesinas, deben ya dejar de lado su machismo y reconocer que el campo no tiene género y debe ser de quien lo trabaje, sea hombre o mujer. Tema olvidado, pero que, al ser visto, evidencia las dispares relaciones de género existentes en nuestro país y la larga lista de pendientes que tenemos.