El mundo feliz de Aldous Huxley, llamado París

El mundo feliz de Aldous Huxley, llamado París
Rosa María Lechuga
Cartas desde París

Cartas desde París escribe Rosa María Lechuga

Aldous Huxley en su libro “Un mundo feliz” vaticinaba un mundo disruptivo, irónico, utópico donde la humanidad es feliz de manera permanente, sin guerras ni pobreza, donde los seres humanos no conocen la represión, siempre están de buen humor, inteligentes, saludables y con un orden tecnológico a l’avant-garde.

Cuando descubrí el texto -que lo leí en una tarde escondida en el armario de mi padre- estaba muy lejos de imaginar que viviría algo parecido o por lo menos, lo más cercano.

París -y toda Francia- se convirtieron en ese escenario, donde lo dantesco pasó a ser un sublime amanecer con la flamme Olympique en medio del jardín de Tuileries.

En donde el intento de adjudicar una blasfemia fue el hazmerreír para toda una nación que se engrandeció por la alegría de los ciudadanos venidos de todo el planeta.

Desde Tuvalu, pasando por la Patagonia, China, Etiopía, Australia o Canadá.

Paris donde la magia de la ciudad del amor, se extendió a lo largo y ancho de las miles de personas en las calles, en los balcones haussmanniens, en los bares, en los restaurantes, en los jardines, en los hogares parisinos, en las ventanas, en las esquinas, en las plazas, en las bibliotecas, en los museos, en los corazones de todos y cada uno que disfrutamos este “mundo feliz”.

Sin guerras, ni conflictos, sin rivalidades, ni celos, o envidias.

Salir a la calle, era salir a “vivir” la vida, recorrer desde Nôtre Dame de Paris al unísono de las risas de los turistas y de los no turistas, hasta la Tour Eiffel bajo el cielo parisino, un camino plagado de escenarios alusivos al deporte, enmarcado por la magnanimidad de la ciudad más bella del mundo.

Un día siendo espectadora del triatlón en pleno puente Alexandre III, resguardado por los leones de Jules Dalu.

O leyendo en Les Deux Margots, « Romance sans parole » de Paul Verlaine en plena tarde veraniega al lado de la orquesta de la República checa que en pleno boulevard Saint Germain guio el baile, la fiesta y el buen humor entre los comensales pero también entre los transeúntes ataviados de los colores olímpicos.

No faltaron los sombreros en las filas de los estadios de Parc de Princes, Saint Denis, Villepinte, Lyon, Lille o Nantes. La vestimenta se convirtió en otra forma de festejar, de identificarse con el momento glorioso que se vivió en la capital francesa y aledaños.

Ya ni hablar de las banderas de todos los países, en todas sus formas: pañoletas, bolsas, en los rostros, en llaveros, en playeras, en tenis, en la decoración de uñas, pancartas, vasos, que se hicieron una, bajo la batuta de la fraternité, de la solidarité, de la liberté.

Todos fuimos hermanos sin saber al menos el nombre de la persona que abrazabas tras la victoria de Francia, Portugal, Grecia, Hungría, Corea del sur, Corea, Israel, Mali.

Las calles fueron mares de risas.

Los vagones del metro se transformaron en karaokes efímeros al ritmo de La Bamba, l’hymne à l’amour, la Marsellaise, We are the champions.

La tristeza se fue de vacaciones de verano.

Bailar bajo la lluvia parisina, fue la cereza del pastel para los amantes en Paris.

Las competiciones deportivas, el escenario ideal para bailar al son de la música universal de Lady Gaga, o One more time, la ola mexicana y hasta La Chona simbró París.

Las largas filas para entrar a los eventos competitivos, a las zonas de festejo, se convirtieron en el Facebook, Instagram, Telegram, Twitter “X” y TikTok, para hacer contactos “humanos” y atravesar fronteras no digitales, sino de carne y hueso.

Al más mínimo grito de apoyo, se unían voces desconocidas para respaldar, para engrosar esos destellos de libertad sin importar color, raza, país o lugar. En Trocadero, en Châtelet, en Porte de Versailles, a la orilla de la Sena, abajo del puente Bir Hakeim, en el parvis de la Tour Eiffel, en Montmartre, en el Louvre.

Fue una borrachera de felicidad, de amor, de solemnidad, de euforia, de pasión por el deporte manifestada en la avenida más famosa del mundo Champs Elysées, en el Arco del triunfo, en Place Vendôme, La Défense, Place Concorde.

Todo fue un triunfo, si el triunfo del amor a la Catherine Rihoit.

Y en este mundo feliz, la tecnología no quedó fuera.

La nación francesa hizo eco de su poderío no sólo en la Inteligencia Artificial sino en big data al tener el control de sus fronteras, de su seguridad, de la organización de los Juegos Olímpicos -y toda la taquilla- y de la de millones de personas sin mayores sobresaltos.

La policía francesa – y extranjera- se convirtieron en los hermanos mayores de todos nosotros, nos protegieron pero también nos ayudaron a disfrutar cada uno de los días de los juegos olímpicos y hasta se unieron a la fiesta.

Emmanuel Macron recuperó parte de su popularidad que se vio fuertemente afectada.

Todo fue completamente perfecto.

Nada quedó al azar.

Hemingway olvidó en su célebre libro: París es una fiesta, la importancia de la humanidad.

Cortázar en Rayuela no salió de su París bucólico, dramático y gris.

Pero Aldous sin saber que un día ese “mundo feliz” llegaría, vaticinó que el secreto de la felicidad y la virtud es el amar lo que uno tiene que hacer.

Y así sucedió.

Amar en Paris es lo que cada uno de nosotros hicimos y seguimos haciendo.

Paris, el mundo feliz en el cual habito.

París, mi hogar.

París.