La columna de Alejandro Páez Varela
Miserables. Mezquinos. Puedo llenar una página completa de adjetivos y todos se los merecen. El tipo es una basura. Donald Trump es un matoncillo de quinta que creció amenazando a todos, odiando a todos, marcando distancia entre él y los de más abajo. Si alguien lo hubiera grabado cuando adolescente, y si hace 70 años hubiera redes sociales, le habrían puesto #LordBasura, o #LordVómito. Pero en México hay grupos que se abrazan con él, con el odiador más grande del planeta, y tienen la esperanza de que nos voltee a ver y descargue toda su rabia racial contra nosotros. Prefieren ver a México destruido que en manos de otros que no son ellos. Preferirían una bomba atómica sobre Palacio Nacional si eso les devuelve el poder que perdieron democráticamente, en las urnas.
A finales de la década de 1980, una mujer nacida en Paramus, Nueva Jersey, de nombre Trisha Meili, fue agredida en Central Park supuestamente por varios que ella, blanca, de inmediato identificó como negros (o morenos, da igual). Fueron detenidos seis; uno se declaró culpable de otro ataque y quedaron cinco; se les mandó a prisión y se les condenó por un crimen que, se sabría después, no cometieron. Pero no fueron cinco, ni cuatro, ni tres, ni dos. Fue un solo individuo. Un enfermo sexual, un violador serial.
En 1989, en medio del debate, Trump publicó una página completa en los diarios neoyorquinos. Dijo: “El Alcalde Koch [Edward Irving ‘Ed’ Koch] declaró que el odio y el rencor deben ser extirpados de nuestros corazones. No lo creo. Quiero odiar a estos asaltantes y asesinos [la mujer no fue asesinada]. Deberían ser obligados a sufrir y, cuando se mata, deberían ser ejecutados por sus crímenes. Hace poco vi un noticiero que intentaba explicar la ‘ira de estos jóvenes’. Ya no quiero entender su ira. Quiero que ellos entiendan la nuestra. Quiero que tengan miedo”.
Años más tarde, los cinco condenados fueron exonerados y Nueva York tuvo que pagarles 41 millones de dólares por encerrarlos. Pero a Trump eso no le importaba. Lo que le importaba era satisfacer su ira aunque fuera una ira equivocada. Lo que le importaba era expresar que “aquellos” son ellos y estos, “nosotros”. Lo que quería que entendieran es que no importa la Ley: importa la venganza. Y la venganza no necesariamente se aplica, según su criterio, en los que cometieron algún mal; la venganza es contra todos los que son “aquellos”, es decir, que no son rubios.
“Ya no quiero entender su ira. Quiero que ellos entiendan la nuestra. Quiero que tengan miedo”, escribió Trump en su desplegado. “Deberían ser obligados a sufrir”, dice el hombre que mete a prisión a menores de edad sólo porque son morenos; lo dice el mismo tipejo que separa a un padre de familia de los suyos sólo por ser de “aquellos”, es decir, sólo por no ser blanco, y lo manda a sufrir a una celda común donde aumentan y bajan la temperatura sólo para torturarlo; una celda oscura dentro de una prisión que está en los pantanos infestados de cocodrilos; una celda para que tenga miedo y donde es obligado a sufrir. Miserable Trump, miserables mojones nazis.
Y acá, en México, hay quienes le aplauden a Trump, como Eduardo Verástegui; que tienen la esperanza de que nos voltee a ver y descargue toda su rabia racial contra nosotros, como Lilly Téllez o Ricardo Salinas Pliego. Prefieren ver a México destruido que en manos de otros que no son ellos, como cualquier panista y priista. Casi cualquiera de los odiadores en las redes referirían una bomba atómica sobre Palacio Nacional a presenciar cómo se libera a 10 millones de mexicanos de la pobreza. Preferirían ver a esos 10 millones en las calles, pidiendo un mendrugo; o presos en las cárceles por crímenes que no cometieron o lavándoles los calzones porque son morenos y por lo tanto indígenas o mestizos –les da lo mismo– y su destino es lavar calzones, no aspirar a ser profesionista, tendero, panadero, Ministro o Ministro presidente de la Corte.
Miserables. Miserables y mezquinos. Puedo llenar una página completa de adjetivos, pero comprendo bien que esa gente se crece si les dices de cosas. Un adjetivo, para cualquiera de ellos, es razón para celebrar. Como las moscas, que celebran al perro muerto a la orilla de la carretera.
***
“Trump fue, desde su infancia, un matón consentido. La familia Trump, cuya fortuna se había forjado en el sector inmobiliario de los barrios periféricos, tenía cocinero y chofer, y ‘El pequeño Donny’ era un charlatán indisciplinado que atormentaba a sus profesores y lanzaba insultos y piedras a otros niños. Cuando Trump tenía trece años, su padre, Fred, lo envió a una escuela militar en Cornwall, Nueva York. Este era justo el tipo de lugar, se esperaba, donde Donald se convertiría en un joven recto y con autocontrol”, escribe David Remnick en The New Yorker.
Más adelante agrega: “En casa, Trump aprendió de su padre, cobrando alquileres y aprendiendo los entresijos de la discriminación en la vivienda. Con el tiempo, quedó bajo la tutela del abogado y sibarita Roy Cohn. Las lecciones que Trump aprendió de Cohn fueron completamente malévolas: Nunca mostrar debilidad. Nunca disculparse, nunca dar explicaciones. Atacar, nunca defenderse. Generar lealtad mediante la intimidación […] La indecencia y la agresividad eran su marca registrada. Cruel, narcisista, hipócrita: la lista es larga y, a estas alturas, tan familiar […]”.
–Tengo miedo –dijo una niña de doce años a Trump durante su primera campaña presidencial–. ¿Qué vas a hacer para proteger este país?
–¿Sabes qué, cariño? –respondió Trump–. Ya no tendrás miedo. Ellos sí.
“Seis meses después de su segundo mandato, Trump ha dejado claro quiénes son ‘ellos’; la población de los desconcertados es diversa (si es que esa palabra aún es legal). Incluye inmigrantes, rectores de universidades, ejecutivos de medios de comunicación, directores de instituciones culturales, bibliotecarios, académicos, científicos, personas trans, contratistas del Gobierno y dedicados empleados federales. Algunos sufren por el resentimiento del Presidente y son deportados con esposas y grilletes. Algunos se ven obligados a pagar millones en tributos para seguir realizando investigaciones científicas o transmitiendo noticias. Otros deben contratar abogados para defenderse de falsas acusaciones de traición. En el Congreso, el miedo mantiene a raya a la mayoría republicana y provoca que demasiados demócratas mediten. Trump una vez ridiculizó a su propio Secretario de Estado y Asesor de Seguridad Nacional llamándolo ‘Pequeño Marco’, y desde entonces ha sido un sátrapa completamente obediente. El Gabinete es una colección temblorosa de personas que dicen: ‘sí’”, explica el autor del ensayo “La política del miedo”.
Y el “sí” provoca una gran excitación al Presidente enfermo; al más grande miserable del planeta que es capaz de empujar a millones a la miseria para satisfacer su ego. Como la oposición en México. Como la mayoría de los periodistas y los medios mexicanos. Como casi todas las élites (políticas, económicas, académicas, culturales o intelectuales) que sueñan con que caiga una bomba atómica sobre cada capital que gobierna la izquierda sólo porque no soportan que la gente les haya quitado el poder que ostentaban desde que nuestra gloriosa Nación luchó y ganó independencia y soberanía.
***
Pero es motivo de celebración. Todo, motivo de celebración. Hay que lanzar cuetes que iluminen la noche porque la Presidenta de México ha logrado contener al peor hombre del mundo, y hay que lanzarlos porque otros tan viles como él se desnudan ante todos nosotros. Hay que celebrarlos, juntos y por separado. Hay que repetirles la mantra de que salieron 10 millones de la pobreza en seis años, y hay que decirles que confiamos en que otros 10 millones salgan de pobres cuando termine el sexenio que corre. Hay que decir la mantra y ver cómo se les derrite el rostro de rabia.
Y hay que agradecer que por fin los odiadores dan la cara y abrazan a un nazi, al gran odiador. Y hay que celebrar que México no son ellos, los miserables, sino un ejército de mujeres y hombres listos para el trabajo que engrandece; hombres y mujeres fundidos en un abrazo porque confían en que un nuevo mundo nazca, un mundo mejor, en cada uno de ellos.