Ecosistema digital escribe Carlos Miguel Ramos Linares
En los últimos años, hemos sido testigos de una inquietante transformación de la vida cotidiana: la absorción progresiva de nuestras experiencias por sistemas de control, registro y predicción mediados por inteligencia artificial. Esta transformación —que el filósofo Éric Sadin describe como la siliconización del mundo— no sólo altera nuestra relación con la tecnología, también redefine el sentido mismo de la existencia humana bajo la lógica del dato y la eficiencia.
Uno de los conceptos más representativos de este nuevo orden es el llamado “Ojo de Dios”: una tecnología capaz de observar, registrar y procesar todo lo que ocurre en su campo de visión —físico o digital—, con la promesa de ofrecer un conocimiento total e inmediato de los acontecimientos. Aunque inicialmente asociada a contextos militares o de vigilancia urbana, la idea comienza a permear el ámbito educativo, donde se presenta como una herramienta para “mejorar” el aprendizaje mediante el monitoreo constante de los estudiantes.
Del sujeto al dato: la pedagogía tecnogestionaria
En el contexto educativo, el “Ojo de Dios” adopta la forma de plataformas que rastrean movimientos oculares, expresiones faciales, niveles de atención, respuestas fisiológicas o patrones de interacción digital. A través de cámaras, sensores, wearables y sistemas de inteligencia artificial, se perfila un nuevo modelo pedagógico basado no en el diálogo ni en la experiencia compartida, sino en la administración automatizada del rendimiento.
Lejos de responder a una demanda genuina del campo pedagógico, esta lógica proviene del mundo empresarial y su obsesión con la eficiencia. El alumno es transformado en una “fuente de datos” y el docente en un supervisor de dashboards. La enseñanza ya no es un proceso ético, sensible, ni situado, sino una operación técnica, evaluada por métricas de rendimiento y normalización del comportamiento.
Éric Sadin advierte sobre esta deriva en su obra La silicolonización del mundo, donde denuncia el paso de un mundo humano —construido por la incertidumbre, el error, la relación— a un régimen de verdad algorítmica que pretende gobernar la vida en su totalidad. En este régimen, la educación no se salva: es una de sus piezas centrales.
Aplicar el “Ojo de Dios” a la educación implica establecer un aula completamente transparente. Una transparencia que no busca claridad en el sentido ético, sino una visibilidad total que anula el derecho a la opacidad, al silencio, al ensayo y al error sin consecuencias.
La pedagogía de la vigilancia no solo mide el conocimiento, también la conducta, el estado emocional y las reacciones físicas. Todo queda registrado, categorizado y eventualmente clasificado. El alumno ya no es un sujeto en formación, ahora es una suma de variables que deben coincidir con un modelo preestablecido de “buen estudiante”.
La promesa del “Ojo de Dios” en la educación es seductora: control, orden, eficiencia, personalización. Pero es también una trampa. Porque una educación sin error, sin silencio, sin conflicto y sin encuentro no es educación, sino entrenamiento.
Si algo debe preservar la escuela es la posibilidad de lo imprevisible, de lo incalculable, de lo humano. Frente al brillo de las pantallas y la obsesión por medirlo todo, recordemos que educar no es vigilar, sino acompañar. Que enseñar no es programar, sino abrir mundos. Y que ningún algoritmo, por más preciso que sea, puede reemplazar la potencia transformadora de una mirada humana que confía, escucha y espera.
@cm_ramoslinares