Desde las antípodas escribe José Ojeda Bustamante
Doscientos años después de que Estados Unidos proclamara la Doctrina Monroe, el gobierno de Donald Trump ha decidido revivirla sin eufemismos. El recién anunciado “Corolario Trump”, integrado en la Estrategia de Seguridad Nacional del 5 de diciembre de 2025, es la versión más explícita y agresiva del viejo panamericanismo: un hemisferio vigilado, militarizado y subordinado a los intereses estratégicos de Washington. En esta ocasión, no estamos frente a una excentricidad presidencial, sino ante una reconfiguración profunda del orden mundial en el que América Latina vuelve a ser campo de disputa.
El documento publicado a principios del mes de noviembre, afirma que la migración es una amenaza civilizatoria y que Estados Unidos “afirmará su voluntad política, económica y militar en todo el hemisferio occidental”. El lenguaje reinstala la noción del “patio trasero” en clave contemporánea. El panamericanismo ya no pretende ser un proyecto de unidad continental; vuelve a ser una arquitectura de poder unilateral.
La zona donde la Doctrina Monroe más se ha resquebrajado no es Sudamérica, sino el Caribe. Los países de la Comunidad del Caribe (CARICOM) han sido receptores de infraestructura, financiamiento y cooperación china de manera sistemática. Beijing pasó de ser el socio comercial número dieciséis al número dos de la región en una década, convirtiendo al Caribe en un corredor estratégico para su red global de comercio e inversión.
Mientras tanto, Washington ha oscilado entre advertencias vacías y sanciones selectivas, incapaz de ofrecer alternativas. El resultado es evidente: el Caribe dejó de ser zona exclusiva de influencia estadounidense. Y ese desplazamiento simbólico pesa más que cualquier portaaviones.
En su nuevo marco doctrinal, Estados Unidos propone una presencia militar “más cómoda” en el hemisferio, incluyendo el uso de fuerza letal para operaciones antidrogas y antimigración. La destrucción de embarcaciones en aguas del Caribe y el Pacífico y las ejecuciones extrajudiciales de tripulantes acusados de narcoterrorismo son anticipos de una política.
A la par, la guerra no convencional ya no se libra solo con armamento, sino con sanciones financieras, presión diplomática, control marítimo y operaciones discretas que transforman las relaciones exteriores en mecanismos de disciplinamiento regional. Nada de esto es nuevo; lo nuevo es que ahora se proclama sin intento alguno de ocultarlo.
Una mirada hacia la estrategia estadounidense para África —control de minerales críticos, presión militar indirecta y diplomacia mínima— lanza ya un ensayo general del proyecto hemisférico. Washington busca evitar que China consolide redes de infraestructura y financiamiento. Y aunque América Latina no es África, comparte con ella un rasgo geopolítico decisivo: es rica en aquello que el siglo XXI necesita para sostener la transición energética.
Litio, tierras raras, biodiversidad, corredores logísticos. Una disputa no sólo lógica sino también material.
México aparece poco en el discurso estadounidense, pero ocupa un lugar central en su estrategia real.
Por ejemplo, el Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec es una bisagra entre dos océanos, un nodo de competencia entre China y Estados Unidos y un espacio donde se decidirá buena parte de la autonomía logística de la región.
Para Washington, el Istmo es contención.
Para Beijing, es diversificación estratégica.
Para México, debería ser soberanía ampliada, no simple proyecto de infraestructura.
Si América Latina quiere un margen de maniobra propio, el Istmo no puede reducirse a plataforma industrial: debe ser parte del diseño de una independencia estratégica ampliada. Una categoría que implica no ruptura con Estados Unidos, sino la capacidad de negociar desde posiciones de fuerza, diversificación y confianza en las capacidades regionales.
Desde la crisis financiera de 2008, pasando por los costos de la Guerra contra el Terrorismo, hasta la incapacidad de articular un proyecto hemisférico coherente, Estados Unidos ha perdido la autoridad que alguna vez poseyó.
Cuando un imperio sigue actuando como tal pero ya no puede disciplinar con eficacia, lo que queda es la inercia.Y la inercia, cuando se enfrenta a proyectos alternativos, termina convirtiéndose en polvo.
Hay algo claro y natural, Estados Unidos nunca renunciará a su dominio.
La pregunta es si América Latina será capaz de elaborar su propio marco conceptual, su propio proyecto de autonomía y su propia lectura del siglo XXI.
Y ahí está el punto decisivo:necesitamos fortalecer el pensamiento intelectual desde el Sur, capaz de interpretar el mundo sin filtros imperiales, de articular políticas exteriores soberanas y de comprender que la independencia ya no es ruptura, sino capacidad de decidir desde varios centros, no desde uno solo.
La Doctrina Monroe cumplió doscientos años.
El “Corolario Trump” confirma que su espíritu persiste.
Pero esta vez, por primera vez en dos siglos, América Latina tiene algo que nunca tuvo:
aliados alternativos, poder económico creciente, opinión pública diversa y la posibilidad real de construir independencia estratégica ampliada.
Si no lo hacemos ahora, no será por falta de oportunidades. Será por falta de imaginación.
@ojedapepe