La columna de Alejandro Páez Varela
Son días complicados, tristes. Cualquiera podría deprimirse sin ser propenso a la depresión, simplemente con ver el mundo.
La guerra en Ucrania siguió a la pandemia y a la consecuente crisis económica que sorprendió a todos. Luego vino el enorme, histórico desplazamiento de migrantes desde América Latina hacia el norte; cientos de miles que dejan sus tierras en busca de algo mejor y enfrentan, con hijos de la mano, mafias y formas de explotación humana. Y entonces llegó el ataque de Hamás a Israel y la respuesta desproporcionada del ejército israelita contra la población palestina. Hay protestas por todo el mundo, prohibiciones, mano dura, censura. Hay descontento y malhumor social. En Argentina, un demente vendedor de ideas chatarra, Javier Milei, aprovecha el momento de confusión y está a punto de tomar la Presidencia mientras que en México los trabajadores del Poder Judicial toman las calles, en una extraña movilización que pretende evitar la desaparición de fideicomisos que benefician a sus jefes, a los de arriba.
Hace unos días, el filósofo Slavoj Zizek recordaba la vida de Viktor Kravchenko, quien abandonó en 1944 la Unión Soviética y se convirtió en el primer estandarte humano de Occidente contra el estalinismo. Autor de un bestseller donde explicaba el por qué abandonaba su patria y por qué renunciaba a su ideología (Yo escogí la libertad, se llamaba), en plena Guerra Fría, Kravchenko dio un par de volteretas obligado por los tiempos. Presenció el macartismo, ese monstruoso periodo de persecución política de Estados Unidos contra presuntos comunistas, y advirtió que la represión, de derechas o de izquierdas, era un error que pagan las sociedades.
Zizek dice que conforme Kravchenko vio y entendió las injusticias en Occidente “se obsesionó con la idea de reformar las sociedades democráticas occidentales desde adentro”. Escribió un segundo libro menos exitoso y luego “se embarcó en una cruzada para descubrir un nuevo modo de producción económica menos explotador. Esa búsqueda lo llevó a Bolivia. Participó en un intento fallido de organizar a agricultores pobres en nuevas estructuras colectivas”. Fracasó allá, y entonces el viejo funcionario soviético se retiró a su casa en Nueva York y terminó su vida de un tiro.
No deben menospreciarse las lecciones que deja la vida de Kravchenko. La persecución y el acoso, venga de donde venga, siempre lleva a malestar social y el malestar social justifica excesos de unos contra otros. Por eso me gusta la movilización de los trabajadores del Poder Judicial: si quieren salir todo lo que resta del sexenio a las calles acompañados de Xóchitl Gálvez, Claudio X. González, Elba Esther Gordillo y Roberto Madrazo; por un malentendido, por la manipulación de sus líderes o por lo que sea, adelante. Tienen el mismo derecho que los que protestan contra la guerra, contra el abuso de Israel en Gaza a favor del ejército israelí. Una sociedad inteligente y progresista debe defender el derecho de todos a manifestarse por las razones que sean.
Ahora, apoyar el derecho a manifestarse no significa apoyar las razones que los movilizan. Yo creo, por ejemplo, que los trabajadores sindicalizados del Poder Judicial que protestan en México lo hacen por intereses de grupo y por defender privilegios que ni siquiera les alcanzan. Claramente sirven a la Ministra Norma Piña, a Claudio X. González, Xóchitl Gálvez y a las mafias de abogados famosos agazapados en el PAN, pero no se sirven a ellos. Los beneficios de los que gozan los ministros de la Suprema Corte no llegan ellos; tampoco les llegan los que reciben la alta burocracia judicial, magistrados y jueces. Pero si quieren marchar para defender las camionetotas, los fondos de retiro dorados y los choferes de sus jefes está bien. Cada quién sabe qué causas abraza.
La burocracia del Poder Judicial nunca ha marchado a favor de los miles y miles que están en las cárceles sin sentencias; nunca se pronunció por los fraudes electorales o por la persecución política; por los 43 normalistas desaparecidos o contra la corrupción de jueces, magistrados y ministros. No es gente que abrazara a los despedidos de Luz y Fuerza del Centro o de Mexicana de Aviación; que se uniera a los padres de la Guardería ABC o contra la guerra lanzada por Felipe Calderón.
Esos que ayer marcharon arropados por organizaciones como Chalecos México, Unidos y Sociedad Civil México –un brazo del PRIAN y de su candidata, Xóchitl Gálvez– no se han distinguido por su solidaridad y responsabilidad social y al contrario, son los que permiten que, por ejemplo, un puñado de familias bien identificadas tengan bajo su control la nómina del Poder Judicial. Me pregunto si saben qué defienden y me respondo de inmediato que sí. No hay manera que no lo sepan. Defienden un poder opaco que para muchos es el símbolo de lo que está mal en México y lo hacen en las calles, es decir, ponen su rostro por él. Defienden un poder que se cae de podrido y lo hacen marchando, es decir, activamente. Nunca antes protestaron por causas como la injusticia, la desigualdad o la pobreza; la impunidad, el abuso de poder o la corrupción. Y lo hacen ahora, sin rubor, para defender los privilegios de unos cuantos.
Por eso creo que salir a marchar es un relajante social de un poder tremendo. Qué maravilla verlos definirse: protestan por dinero, y ya. Y no hay manera de saberlos mezquinos hasta no verlos tomar acción. No les importó en el pasado la democracia, los gobiernos abusivos, las familias que sufren, los mexicanos en minoría. Marchan hasta ahora después de décadas de silencio y mientras lo hacen, se muestran como son. El relajante social que son las movilizaciones sirve con ellos como sirve con todos. Nos muestra tal y como somos; los muestra tal y como son.
Por eso, en estos días complicados, tristes; donde cualquiera podría deprimirse sin ser propenso a la depresión y simplemente con ver el mundo, es bueno que la sociedad se movilice por sus causas sin ningún impedimento. Que marchen todos los que piden la paz en Ucrania o en Palestina; que se manifiesten los que abrazan a Milei o los que no quieren la desaparición de fideicomisos que benefician a sus jefes, a los de arriba. Y me hubiera encantado que la Ministra Piña tomara su lugar en la movilización y verla cobijarse con las organizaciones de Claudio X. González. Qué maravilla son las marchas, agregaría, porque nos transparentan, nos hace ver exactamente como somos, sin disfraz. No marchar es, creo, una falta social, una renuncia a la honestidad.
Me hubiera encantado ver a los expresidentes de México marchar para defender su pensión, sus guaruras y sus secretarios pagados con dinero público; o ver a Lorenzo Córdova marchar por su salario, así, sin disfrazarlo. Quizás hubiera sido bueno ver marchar a Carlos Romero Deschamps junto con Francisco Labastida para defender el Pemexgate, cuando desviaron mil millones de pesos del año 2000 para las campañas del PRI; o ver a Vicente Fox defenderlos a ellos dos, como finalmente lo hizo, aunque en lo oscurito. Pero no los vimos marchar y ya no marcharán, desgraciadamente.
Que marchen todos, sin rubor. Como marcha ahora la burocracia del Poder Judicial, que nunca se ha solidarizado con absolutamente ninguna causa, pero que ahora lo hace, aunque sea por la causa equivocada.