La columna de Alejandro Páez Varela
And I'm 21 but feel like I'm getting on
The child in me has been and gone
Isn't that sad?
–Lola Young
Le escribí buscando una confirmación. Un post en redes sociales hablaba de la muerte de Antonio Calera y mi amigo me dijo, escueto, que era cierto. Me sacudió un cascabel adentro. Calera fue un hombre generoso; poeta (y no todos los poetas son generosos), promovía la cultura casi por supervivencia. Le respondí a mi amigo con una frase: “Se está acabando todo esto muy rápido”. El cascabel de la eventualidad de la muerte suena siempre, pero se deja acariciar por eventos como éste.
Estos días he escuchado a Lola Young. Tiene veintipocos y la angustia de una anciana en sus últimas horas. “Por favor, no digas que esto es todo lo que soy”, canta, con esa inequívoca entonación existencial de su antecesora, Amy Winehouse. Quisiera decirle que no use drogas pero creo que he llegado demasiado tarde. Además no quiero decirle nada y tampoco tengo manera de decírselo. Apenas yo sé que existe y ella no sabe que yo existo aunque sospecha porque soy uno entre millones que le abultamos la cuenta de banco que, según lo que escucho, le heredará a su aborrecida mamá. “Sueño en color. Odio el verano”, dice Lola. Y siento que soy yo el que canta, salvo el pequeño detalle de que sueño en blanco y negro.
Vi el video de una mujer en sus cuarentas que vive en un auto. Se entrevista con su celular y remacha, después de cada idea: “soy estadounidense”. No tiene empleo: “soy estadounidense”. Está endeudada y nadie quiere rentarle un cuarto: “soy estadounidense”. No ve un porvenir; se siente vieja y fea; se lava los dientes con agua de un bote: “soy estadounidense”. Quisiera decirle que los migrantes no pueden dormir en su auto sin ser molestados, pero sí la molestan. El video es sobre cómo los vecinos la creen drogadicta porque no tiene futuro. “Soy estadounidense”, dice, “y vivo el sueño americano”. Los sueños, es sabido, tienen la magia de convertirse en pesadilla apenas aparece un payaso de dientes afilados del tipo Trump, Obama, Milei o Netanyahu. Del tipo Felipe Calderón. Cualquier sueño ordinario se vuelve pesadilla en esta vida. “Soy estadounidense”, dice ella, y su frase es un inequívoco lamento porque su acta de nacimiento no le resuelve la vida.
El “sueño americano” sí existe. Ella lo sabe porque no está invitada. Miles de millones no están invitados, por todo el mundo. Una élite se roba el petróleo de los países en desarrollo, o sus diamantes, o su gas, o su fuerza laboral, o sus jóvenes, o sus ahorros. Una élite que vende armas para que se maten y luego les roba la esperanza. Una élite que vive el “sueño americano” y para que exista su “sueño americano” necesita que otros tengan pesadillas porque su sueño es una gigantesca estafa piramidal. Para que la élite estadounidenses tenga sueños lindos necesita consumir toneladas de carne de niños de Gaza, toneladas de carne de niños de África, de Centroamérica, de México, de Sudamérica o de Asia. Una élite que necesita robarse los sueños de todos y necesita respirar grandes bocanadas de hambre e ignorancia, pobreza, desigualdad y enfermedad.
Una élite que necesita que millones vivan en sus autos y que, como Lola Young, sientan que este mundo no tiene sentido y lo único que tiene algo de sentido es consumir kilos de drogas que esa misma élite suministra feliz, porque los muertos los ponen otros; porque los muertos son colombianos, mexicanos, ecuatorianos, salvadoreños, guatemaltecos, panameños o peruanos; porque los muertos son negros y blancos que deambulan muertos por las calles de las grandes ciudades estadounidenses.
“Se está acabando todo esto muy rápido”, le dije a mi amigo. Un cascabel de muerte sonajeándome la cabeza. Los ojos apachurrados de Toño Calera viéndome de lejos, desde una cocina comunal llena de cochambre. “Se está acabando todo esto muy rápido”, dije, para evadir lo que en realidad pienso: que cuando nacimos, muchos años atrás, todo esto ya se había terminado.
***
Y estoy optimista. Pocas veces me siento optimista. Pienso mucho en los millones de mexicanos que se sienten, repentinamente, optimistas. No es un tren, no es una refinería. A Andrés Manuel López Obrado no lo entienden los que lo odian y nosotros apenas estamos descubriendo qué hizo. Y no son sólo los 13.4 millones de mexicanos que salieron de la pobreza o los 15.8 millones de mexicanos que dejaron la pobreza por ingresos; no son sólo los 1.8 millones de mexicanos que abandonaron la pobreza extrema porque las violencia en muchos lugares de México sigue y para terminar pronto: todavía hay muchos pobres, millones de ellos. Pero le debemos a López Obrador el optimismo. O vea hacia Estados Unidos. Vea los europeos, sometidos a los Estados Unidos. Vea a Canadá, a Colombia, a Brasil, a China, a Japón. Vea Palestina, Ucrania, Rusia. No están optimistas. No se ve la esperanza.
Qué país más extraño, el nuestro. Extraño o maravilloso. Cuando el tren del optimismo iba por todo el mundo regalando viajes, nosotros intentábamos zafarnos de encima a la dictadura priista. Ahora que el mundo pierde la esperanza, nosotros estamos optimistas. Un país raro, o temerario. Los mexicanos desafiamos la lógica y decimos a qué hora es la hora de la esperanza.
Esperanza y optimismo van de la mano. La estadounidense que vive en su auto no sentiría tanta angustia si tuviera esperanza. Pero no la tiene. Allá se fortalece una oligarquía rapaz que consume a sus hijos. Acá, al menos, celebramos que algunos que la pasaban muy mal hace poco tiempo, ahora la pasan un poco mejor. Y es por el bien de todos. Porque si no les repartimos el ingreso nacional, entonces van a intentar arrebatárnoslo a balazos. Esas cosas suceden. Las revueltas sociales son reales. De alguna manera, la violencia en México tiene ese tinte de revuelta social. Muchos participan del crimen organizados por el arranque egoísta de tener una vida corta y las bolsas llenas, mientras otros entran buscando una esperanza. No tienen empleo ni futuro en su pueblo, y están cansados del abuso y la explotación: entonces se suman al sueño egoísta del crimen organizado y pierden la vida y no ganan nada y no resuelven nada. No son héroes. No son nadie. Son mezquinos que soñaban ser alguien a costa de los demás y terminan siendo mezquinos anónimos.
Estamos desentrañando misterios muy concretos. Nos preguntamos y no nos la creemos. ¿Cómo fue que las élites intelectuales, académicas, mediáticas, empresariales y políticas que dominaban México hace menos de una década se vinieron abajo de manera tan dramática y en tan poco tiempo? ¿Y cómo fue que, sin un sólo disparo, una nueva fuerza emanada del voto popular se apoderó de las riendas del país, y está dando resultados? ¿Cómo fue que de Enrique Krauze o Héctor Aguilar Camín perdieron de manera tan acelerada su prestigio? Porque prestigio, o al menos reconocimiento, sí tuvieron. Ya no lo tienen. Gritaron tanto que ellos eran el viejo régimen que cuando se vino abajo, se fueron con él.
Estamos desentrañando misterios que tienen contenido altamente inflamable. Escudriñamos qué fue López Obrador y cómo coció los ladrillos que dejó y siguen allí, uno sobre otro. No es un tren, no es la refinería. Desentrañamos y desentrañar conlleva riesgos porque es jugar con materiales altamente inflamables. Entonces entiendes que la gente estalle con gran facilidad cuando un Pedro Haces, un Ricardo Monreal, un Adán Augusto o un cualquiera otro abusa del poder que ganamos entre todos. Ellos piensan en ellos, e intentan fundar reinos propios con pedazos del poder que les hemos dado. La gente estalla, por supuesto. La gente se pone como diablo y grita en sus redes sociales. La gente es un poder inflamable, demandante: como ya aprendió a derrumbar regímenes entonces y como se organizó en defensa de su Presidente, entonces que le vengan con chingaderas la pone de muy mal humor.
Uno de los odiadores pagados por alguno de los anteriores (o por todos) me dice, en redes: “Estás acabado, vas en picada”. Su sentencia me da risa. Me diagnostica un mal que es público: todos vamos en picada, todos estamos acabados. En picada y acabados al momento mismo de nacer. Y como si realmente importara quién va y quién no va en picada. Van en picada los aviones de combate, los misiles, los drones cargados de droga y de explosivos; van en picada las aves cuando cazan y los huevos que se caen del nido; van en picada los gobiernos, el mundo y la civilización cada que caen bombas sobre Gaza. Y aceleramos nuestra caída en picada cada que un niño palestino muere de hambre mientras revisamos los estrenos de Netflix en la categoría de ciencia ficción. Y van en picada Lola Young y la mujer en sus cuarentas que vive en un auto y remacha, después de cada idea: “soy estadounidense”.
Y uno de los pocos que no va en picada es Antonio Calera, hombre generoso, hombre poeta (y no todos los poetas son generosos), hombre pájaro que voló prematuramente y sacudió el cascabel de mi fragilidad.
@paezvarela