Ecosistema Digital escribe Carlos Miguel Ramos Linares
El discurso tecnocrático lleva décadas prometiendo que la tecnología será la gran igualadora social. Desde los congresos de innovación hasta las ferias de consumo digital, se repite una misma idea: que la inteligencia artificial, los algoritmos y la robótica harán del mundo un espacio más accesible para todos. Robots guía, lentes con subtítulos automáticos y exoesqueletos inteligentes se presentan como la llave de la inclusión para los 85 millones de personas con discapacidad en China. La promesa es brillante, casi mesiánica: que la tecnología nos redimirá de nuestras limitaciones físicas y sociales.
Pero detrás del entusiasmo tecnocrático hay una grieta que suele pasar inadvertida. La innovación no siempre es sinónimo de equidad. En China, el modelo estatal de integración digital está sustentado en una infraestructura sólida, una red de servicios públicos y una economía digital robusta. Sin embargo, incluso allí, el acceso a estos dispositivos sigue siendo desigual: los costos son altos, la capacitación escasa y la dependencia tecnológica cada vez mayor. La tecnología, más que aliada, puede convertirse en filtro: quien puede pagarla avanza, quien no, queda fuera de la conversación digital.
En América Latina, la promesa tecnocrática suena todavía más lejana. Aquí los proyectos de inclusión digital para personas con discapacidad se mueven entre lo experimental y lo testimonial. Se importan modelos sin ecosistema, se anuncian programas piloto que rara vez trascienden la fase de prueba. Las brechas de conectividad, los bajos niveles de alfabetización digital y la ausencia de políticas sostenidas hacen que la inclusión tecnológica se parezca más a un laboratorio improvisado que a una estrategia de Estado. No basta con distribuir dispositivos o celebrar hackatones; se necesita construir cultura tecnológica, formar a los usuarios y mantener las herramientas a largo plazo.
El tecnócrata suele creer que la solución es más tecnología. Pero la inclusión no se mide por la cantidad de gadgets entregados, sino por la autonomía alcanzada. Una persona con discapacidad no necesita sólo un dispositivo inteligente: requiere redes de soporte, accesibilidad universal, acompañamiento y participación activa en el diseño de las herramientas que usará. La innovación debe ser co-creada, no impuesta desde un laboratorio o una empresa.
La verdadera revolución tecnológica llegará cuando la promesa deje de ser espectáculo y se convierta en derecho. Cuando los gobiernos asuman que la tecnología no es un lujo ni un favor, sino un bien público. Cuando las universidades enseñen pensamiento crítico digital y las plataformas incorporen diseño inclusivo desde el código. Sólo entonces la tecnología podrá ser una aliada real y no una promesa luminosa que, por ahora, se proyecta más en las pantallas que en la vida cotidiana.
Sin embargo, vale la pena preguntarse si este futuro hipertecnológico realmente responde a las necesidades humanas o si sólo reitera la lógica del mercado que convierte la discapacidad en un nicho de consumo. Cada nueva prótesis inteligente, cada aplicación de voz o cada interfaz sensorial se celebra como un triunfo del progreso, pero pocas veces se cuestiona quién las produce, bajo qué condiciones laborales o con qué fines económicos. La narrativa tecnocrática tiende a romantizar la innovación sin analizar su trasfondo ético ni su sostenibilidad social. En esa tensión, la tecnología corre el riesgo de convertirse en una nueva forma de dependencia: una que promete libertad, pero que a menudo refuerza la desigualdad bajo la apariencia del avance. La verdadera inclusión, en cambio, no depende del brillo del dispositivo, sino de la justicia del sistema que lo distribuye.
@cm_ramoslinares