“El mar es un pixel” y la tecnología sin honor

“El mar es un pixel” y la tecnología sin honor
Carlos Miguel Ramos Linares
Ecosistema digital

Ecosistema digital escribe Carlos Miguel Ramos Linares 

El próximo 9 de octubre, se estrenará ”El mar es un pixel”, del dramaturgo, actor y director David Gaitán. Al conocer el contexto de esta obra —que despertó mi interés por la manera en que pone en escena a la tecnología—, descubrí que parte de la inspiración del Director fue el mito de la caverna de Platón: una alegoría en la que los seres humanos, confinados en la oscuridad, sólo observan sombras proyectadas en una pared y las confunden con la realidad. Cuando uno de ellos logra salir al exterior, comprende que el mundo es mucho más vasto de lo que jamás imaginó.

Esta premisa narrativa me parece sumamente relavante y crítica al contexto de consumo tecnológico que desdibuja la ficción con la no ficción: una comunidad decimonónica en la que irrumpe un dispositivo que “amplifica la realidad” y trastoca el orden establecido cuestionando qué tan racional o irracional es la sociedad en su relación con el concepto de honor y su dinámica con la tecnología.

Sucede que la tecnología es un instrumento sin honor: falla cuando no debe fallar y estorba cuando debería ayudar, pese a su apariencia racional; es un instrumento profundamente torpe. No posee ética, solo ejecución; no tiene palabra, solo protocolo. Es un medio sin conciencia moral que se limita a obedecer instrucciones, incluso cuando esas instrucciones perpetúan injusticias o errores. Lo dramático es que depositamos en ella la confianza que antes reservábamos a las personas. Creemos en la precisión del algoritmo, en la neutralidad de la máquina, en la promesa de la automatización, y olvidamos que detrás de cada cálculo hay una intención humana, un sesgo, un límite. Cuando la tecnología falla —cuando un sistema colapsa, cuando una aplicación se bloquea en el peor momento, cuando un avión se cae por un error de software— no hay honor en la disculpa, porque no hay sujeto que asuma la falta. Solo hay ruido, pantallas en negro, mensajes de error.

Pese a ello, seguimos rindiéndole culto. Le confiamos nuestros recuerdos, nuestras rutas, nuestras decisiones. La dejamos entrar en el aula, en la oficina, en la cama. Y cuando interrumpe, cuando obstaculiza, cuando en lugar de facilitar la vida la entorpece, apenas si sabemos reclamarle. Le otorgamos una autoridad que no merece. Porque si algo distingue al ser humano de la máquina es precisamente la capacidad de fallar con dignidad, de reconocer el error, de reparar. La tecnología no repara: reemplaza. No siente vergüenza por haber fallado; simplemente se actualiza. Su única forma de redención es el parche (actualizaciones a errores).

No sé cómo Gaitán representará “El mar es un pixel”, y espero escaparme al Teatro Juan Ruiz de Alarcón para “verlo por mis propios ojos”. Sin embargo, en esta columna a la tecnología la representamos como el dispositivo que amplifica la realidad hasta deformarla. Es una lente que convierte los matices en escándalo, la duda en certeza, el rumor en evidencia. Y en ese proceso, el honor —esa antigua convicción de que uno responde por sus actos— se convierte en una anécdota romántica, un valor obsoleto que no encuentra lugar en el sistema operativo de la modernidad.

La tecnología no tiene honor, pero nosotros hemos empezado a comportarnos como si tampoco lo tuviéramos. Renunciamos al juicio, delegamos la responsabilidad, nos escondemos detrás del dispositivo. Si algo sale mal, la culpa es del algoritmo. Si algo falla, la falla es técnica, no ética. Esa exoneración progresiva del sujeto es quizá el síntoma más grave de nuestro tiempo.

 

@cm_ramoslinares

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